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En ocasiones, una sola palabra escrita da sentido a toda una fotografía.
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Lluvia, lluvia, prisas, prisas, lluvia y humedad. Todo se agita. Se estremece la calle delante del objetivo. La cámara se moja y el parasol mantiene la lente limpia a duras penas. ¡Qué difícil resulta fotografiar en medio de la lluvia!, pero ofrece tantas posibilidades: el movimiento, las texturas, las capas superpuestas y la gente a su aire, sin preocuparse demasiado por mi presencia en la acera con una cámara en la mano. ¡Tengo que volver!, me digo mientras edito esta fotografía. Veamos la previsión de la meteo, ¿para cuando lluvias?.
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Retratar Madrid, es retratar a sus gentes, sus usos y costumbres. Creo que en alguna ocasión ya he escrito aquí mismo que cuando salgo a caminar con la cámara es como si llevase un bloc de notas, una libreta de acción rápida para registrar aquello que me llama la atención. Puede ser un detalle, una gráfica o una escena pasajera e inmortal a la vez. Intento no juzgar lo que veo, simplemente lo retrato con un toque de empatía. Incluso si algo no me gusta del todo, intento el lado documental de la escena. Y es lo que procuro hacer últimamente después de pasar demasiado tiempo buscando como me gustaría que fuese la ciudad, sin entender que Madrid es lo que es, al margen de mi opinión, de cualquier opinión personal. Creo sinceramente que esta es la mejor manera de comprender la ciudad, también cómo somos, y me doy cuenta de que es en sus calles donde me siento más cómodo fotografiando. No hay mucho más misterio que eso.
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Si hay un lugar emblemático en Madrid ese es sin duda La Puerta del Sol. No carente de lacras que la afean y cierta cutrez gracias a la insistencia de diferentes equipos de gobierno municipal, empeñados todos en mejorar una y otra vez la plaza, logrando sin embargo, relegarla un poco más al gabinete de los horrores y atropellos urbanísticos. Y llevamos unos cuantos. El caso es que a pesar de todo eso, no puedo negar sus posibilidades sin límites a nivel fotográfico. Es un lugar de encuentro donde foráneos y autóctonos se entrecruzan mezclándose en infinidad de olores, colores y lenguas, además de la publicidad, las marcas y los eslóganes. Yo lo tengo como tradición, pasar por allí con cámara a mano, una o dos veces al mes, o quizás más.
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Me llamó la atención nada más verlo, solo tenía que esperar que pasase alguna persona, trabajadores de la empresa caminando por un pasillo acristalado que une dos alas de un edificio inteligente. Todo aséptico, todo encapsulado. Y esas siluetas de aves pegadas en los cristales me parecieron el contrapunto perfecto. Un simulacro de naturaleza para sobrellevar una vida en la cápsula. Me pregunto en qué momento perdimos nuestro vínculo con la naturaleza, en qué instante dimos la espalda a todo lo importante.
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No siempre resulta fácil centrarse en algo y mantener la atención durante el tiempo suficiente para entender lo que está sucediendo; entenderlo desde lo más profundo, como si viviéramos un instante determinado de manera consciente, sin sucumbir a otras distracciones. En ocasiones lo consigo cuando fotografío. Me refiero a esa concentración que me permite identificar aquello que puede resultar interesante, incluso sorprendente. Supongo que en algún momento nos ha pasado a tod@s, es ese tempo que nos introduce en una escena y sin ninguna otra consideración terminamos formando parte de ella, la fotografiamos aparentemente desde fuera, pero la pertenecemos, somos parte inseparable del cuadro que delimita el fotograma. Y ofrecemos la oportunidad a cualquier otra persona cercana que vea el conjunto y lo considere idóneo, de introducirse y desdeñando cualquier otra distracción, participar de la escena creando a su vez una nueva, diferente, única. Un nuevo cuadro, otro fotograma, quizás una fotografía. Luego, pasado un momento, vuelvo a la realidad y continúo mi caminar.
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Nada más que un respiro, tan solo lo que dura un helado comprado en alguna tienda justo enfrente de ese banco. La dura vida del turista. Siempre con prisas y agobios, repitiendo patrones y comportamientos, visitando todo lo que ya ha sido visitado por tantos otr@s. Y fotografías, muchas fotografías. Pero, ¿acaso no soy yo un turista más?, un turista del comportamiento humano, un visitante incansable de usos y costumbres con cámara en mano que repite patrones y comportamientos. Uno de tantos que realiza quizás demasiadas fotografías. ¿Quién soy yo para mostrar quejas o reproches?.
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Mala época para las prisas. Mejor la calma que sudar está a la vuelta de un paso ligero. El calor propicia la desgana, la desidia, incluso la holgazanería. Y me rindo ante tantos días de calor. Por eso las prisas las justas. Otra cosa es retratar esa necesidad de urgencias tan habitual en la ciudad. El movimiento, la fuga de líneas, la falta de detalle, todo enfatiza la velocidad, nada más sencillo. El monocromo se ocupa del resto.
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¡Qué poco me gustan los autobuses urbanos!. Yo soy de metro de toda la vida: me encanta andar hasta la estación, bajar las escaleras y adentrarme en ese mundo subterráneo lleno de incógnitas y posibles aventuras; caminar por los pasillos, hacer transbordos de líneas y como aprendiz de fotógrafo, observar a los viajeros, cada detalle importa, para salir después a la superficie, renacido, expectante ante lo que me deparará la calle ahí afuera. Por eso hago pocas fotografías en los autobuses, no suelo sentirme cómodo, aunque si se cruza un fragmento interesante de vida intento la toma, claro. Algunas veces acierto, otras…
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En estos tiempos “modernos”, parece que la gente está pegada a sus dispositivos móviles. Se sienten conectados, pero en realidad están desconectados de la vida que los rodea. Pero oye, hay un fotógrafo que está siempre atento y aprovecha cualquier oportunidad que se le presente.
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Estaba en medio de una multitud enorme, con un calor sofocante, y no paraba de ver gente corriendo de un lado para otro. No era precisamente mi tipo de ambiente para hacer fotos, pero ahí estaba yo, en medio de todo. Me fijé en que me había visto y, sin pensarlo, levanté la cámara, enfoqué y hice dos fotos. Luego, cada uno siguió su camino, sin más.
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Un instante fugaz y sin relevancia en La Gran Vía madrileña, donde el ruido, las prisas y el alboroto de la ciudad se despliega en cada esquina. Y aún así, me deslizo discretamente en la escena. No busco protagonismo, claro, solo ser ese parpadeo del obturador oculto entre el ajetreo, un detalle casi inadvertido que juega a captar el ambiente entre la multitud. Es mi pequeña travesura visual, un placer sencillo que repito a menudo en la ciudad y me dejo llevar por el juego de ser parte de ella sin reclamar atención alguna.
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El precio, 9 €, sugiere quizás una historia paralela: la banalización de lo que antes era un gesto de rebeldía, ahora una moda accesible, algo para el gran público. No estar tatuado o no mostrar un piercing, automáticamente me convierte en diferente y, porqué no decirlo, algo rarito. Lo sé. Pero en lo que muestra la imagen, ese detalle se convierte en un símbolo de libertad trivial, una libertad que se puede comprar a un módico precio y algo de tiempo esperando turno. Curiosa sociedad la que hemos parido entre todos y todas. Y aún así, se me antoja que la fotografía que subo al FotoDiario no necesita mayor explicación, porque su fuerza reside precisamente en la realidad de lo cotidiano, en lo no planeado, en ese instante del tiempo capturado sin previo aviso que nos cuenta algo de nuestra sociedad.
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En Madrid, la ciudad se encuentra inmersa en las festividades de la Comunidad. La Gran Vía presenta una gran afluencia de personas, aglomeraciones, ruido y una proliferación de fotografías flotando en el aire, capturadas con la rapidez y facilidad propias de los teléfonos móviles actuales. Sin duda, es un momento propicio para disfrutar del ambiente y observar la multitud, a los lugareños y aquellos que solo están de paso.
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Existen composiciones que se conciben en un instante, el preciso para visualizar la oportunidad y apreciar lo que imagino puede ser el resultado. Si confluyen arquitectura y personas, me doy por satisfecho, un binomio propio del entorno urbano, aunque no siempre encuentro la armonía que considero apropiada.
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En este pequeño recorrido de una ciudad nocturna no podía faltar el interior de un café. Siempre me han atraído estos establecimientos, especialmente aquellos donde puedes sentarte tranquilamente mientras lees algún libro. Las últimas horas del día son la recta final para lugares tan acogedores, en ellos se respira ya otro ambiente donde la luz la siento difusa y, los clientes que allí quedan todavía, se mueven delante de mi vista como envueltos en una nebulosa. Todo parece ya etéreo, algo así como una obra de teatro en los últimos segundos de la representación. Ensoñación. Me doy cuenta de este instante, dejo el libro sobre la mesa, cojo la cámara fotográfica serenamente pero con determinación, enfoco y en un par de obturaciones conservo para siempre unas décimas de segundo únicas e irrepetibles. Dejo la cámara y sonrío mientras vuelvo a la lectura, intento terminar el capítulo antes de que me inviten a salir porque el café está a punto de cerrar.
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Confieso que me atraía el título para la entrada una vez que he seleccionado la fotografía que publicaría hoy. La ciudad ruge y se distorsiona, aúlla y crepita justo en esas primeras horas de la noche. Luego es posible que todo vuelva a una cierta calma, algo así como un sosiego una vez acomodada a las luces, brillos y sombras nocturnas. Es otra cara, diferente, según donde se mire incluso más tranquila que la que muestra en esas horas puntas diurnas. Pero hay algo en la ciudad nocturna que me provoca inquietud.
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Es de ese tipo de escenas que veo y no me resisto a fotografiar. Es la vida pasando ante el encuadre de la cámara, tan solo resta dejarse llevar mientras imagino las circunstancias de cada una de las personas que entran y salen del plano. Luego me pregunto en cierta medida algo sorprendido, por qué este grupo de personas y no otro, ¿el instante decisivo?, creo que no, nunca he creído en ese instante, más bien en esos otros instantes que transcurren justo antes y después. Igual todo responde a manías personales, como la de acercarme a este preciso lugar cada vez que visito esa ciudad.
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Me gusta captar la noche, los bares también, el ambiente y el color saturado entre sombras profundas que suelo descubrir en algunos de estos lugares. Luego están esos detalles que por casualidad me llaman poderosamente la atención, son como un flash, un destello que atraviesa mi percepción diseccionándola igual que lo haría un fino diamante, y puede ser un gesto, una mirada o un simple cartel. En ocasiones me provoca la reacción, me invita a reflexionar sobre la intención de quien lo concibiera y lo pusiera en ese preciso lugar. Y pienso en su significado o en aquello que creo debería significar, tal vez sea esa la mejor manera de explicar la fotografía. La percepción y la interpretación que hacemos de ella es parte de nuestra manera de mirar, a fin de cuentas participamos en un juego con multitud de interacciones y también de opiniones sobre una realidad concreta. Yo aporto la mía a través de la fotografía.
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Repito mucho aquello de que las calles son esos lugares donde suceden cosas. Es como un mantra fotográfico, uno personal al menos. Aunque la fotografía callejera no tiene porqué ser solo este continuo recopilar escenas con gente, no consigo centrarme en variables, que cuando salgo con la cámara llevo en mente con la idea de experimentar alternativas. Por alguna razón suelo encontrar ese momento que me llama la atención, creo que es inevitable, no tengo solución. Bueno, tengo que reconocer que tampoco es que me preocupe demasiado, pero ahora que comenzamos nuevo mes y ya tan cerca de la primavera, voy a volver a intentar esa otra manera de mirar la calle.