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Presencia que afirma la ausencia. Ausencia que afirma la presencia.
Philippe Dubois
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Hay días que el cuerpo me pide un cambio total de argumentos y pareceres. Y rebusco entre los archivos de viajes para avivar el recuerdo y permitirme volar de nuevo con la imaginación. La revisión de esta toma me procura cierto sosiego, la vuelvo a revelar (siempre lo hago cuando rescato algo del pasado) con criterios nuevos y la disfruto porque recuerdo esa luz tan especial del invierno austral. El lugar se sitúa en Puerto Pirámides en la península de Valdés, provincia de Chubut en Argentina, un lugar idóneo para el avistamiento de ballenas, aunque en la península, que es un espacio natural protegido, merece la pena perderse unos días entre dunas, carreteras de ripio y acantilados.
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Madrid con su ADN tan particular levanta odios y pasiones a partes iguales. Continúa creciendo descontroladamente, tanto es así que se está convirtiendo en una urbe difícil de gestionar, antipática, un lugar bastante desagradable para vivir, yo al menos así lo veo. Demasiado ruido, demasiada contaminación, demasiada tensión social y política que se masca en ciertos detalles y en algunas conversaciones. Lo que estaría bien es ser un eterno turista en la ciudad, aparecer en ella de vez en cuando, unos pocos días para disfrutar de todo aquello que me interesa y reconozco que no son pocas cosas. Una de las cosas que siempre he admirado de Madrid es esa luz tan especial justo antes de anochecer, también a media tarde sobre todo en otoño, una luz tan parecida a la de París que despierta las emociones y las ganas de salir con la cámara en la mano a ver que me encuentro.
Observo las gotas caer, se deslizan amontonándose sin guardar orden alguno, en pura anarquía natural. Noto los pies mojados y el ligero chapoteo de mis zapatos sobre la acera, son sensaciones cómodas incluso agradables. Levanto la vista y la ciudad brilla llena de color, se multiplican los reflejos sobre calles, edificios, también transeúntes, los mismos que caminan a buen paso entre pensamientos y preocupaciones cotidianas, ahora también bajo la lluvia. Antes de anochecer, cuando la ciudad se transforma en su contrario y da paso a una manera distinta de vivir.
En ocasiones caigo en lo que suelo llamar “obviedad fotográfica”, que entiendo como una especie de afirmación de lo bello. En realidad fotografiar una escena bella es una redundancia en sí misma, no aporta significativamente nada. Stephen Shore dijo en una ocasión: “algunos fotógrafos salen y quieren hacer bellas fotografías. Creo que es como poner el carro delante del caballo. Las buenas fotografías son el subproducto de alguna otra exploración, o alguna otra intención”. Y coincido por completo. Disculpad la contradicción.
Un solo atardecer es capaz de reunir las sensaciones más placenteras que uno puede imaginar. Solo es cuestión de dejarse llevar por la sencilla placidez de contemplar una escena mil veces vista y sin embargo siempre diferente. Algún día viviré en Jaca.