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Presencia que afirma la ausencia. Ausencia que afirma la presencia.
Philippe Dubois
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Miro el calendario y me aterroriza comprobar que no he publicado nada en mi querido diario desde la semana pasada. Quizás porque entre ola y ola de calor yo continúo derritiéndome mientras que mis pobres neuronas, agobiadas todas, ya no dan más de sí. Ahora que dispongo de un rato, publico otra fotografía más de la costa portuguesa de Alentejo con ese Atlántico frío y ventoso igual al ampliar en la pantalla del ordenador entra algo de fresco en la habitación. Y mientras, voy preparándome para la próxima ola: el aire acondicionado ya no falta ningún día, buena provisión de limones, hierba buena y agua con gas, mi camisa de flores por aquello del factor psicológico (que obra maravillas) y una selección de buena música a base de reggae, blues de Malí y una selección hawaiana.
Versión en B&N aquí.
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No me gusta la playa en verano. Parto de esa idea o manía para contextualizar el tipo de fotografía que estoy publicando. No me gusta la sensación pegajosa de calor y la arena adherida por todo el cuerpo, el bullicio y la multitud agolpada en unos cuantos metros cuadrados de arena y mucho menos la deriva que va tomando en los últimos tiempos este tipo de turismo. Así que el tiempo que dedico a las playas es más bien limitado. Fuera de los meses de verano ya es otra cosa. Parece que esa fiebre generalizada se calma. El mar cobra toda su dimensión como espacio natural inmenso y eso es precisamente lo que me interesa de la costa.
(Versión B&N aquí).
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Salgo a caminar muy temprano, comienza a clarear el cielo pero se intuye un día desapacible lleno de nubes. Los pensamientos fluyen descontrolados y por más que intento poner orden concentrándome en algo concreto, hay veces que no encuentro la manera. Recorro el pequeño pinar que hay muy cerca de mi casa, son poco más de dos kilómetros de perímetro, pero es perfecto para desconectar y casi tocar la naturaleza imaginando un bosque inmenso, inaccesible, desconocido,… y como si fuese un sueño una imagen del mar se abre paso entre la maraña de ramas y troncos, solo tengo que subir unas dunas para comprobar si el cielo y el mar hicieron un pacto secreto sellado por la belleza.
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Un detalle que rompe la armonía de un paisaje con fondo de mar, simple y directo como alguien que camina fotografiado al azar. Tan solo situarme y esperar paciente a que cruce por delante del visor de la cámara la persona idónea. Ser “pescador” en un pueblo con mar se me antoja como la decisión más lógica y equilibrada. Fotografiar despacio, sin urgencias innecesarias es una terapia precisa para tomar consciencia del entorno, del encuadre, de las luces y de las sombras. Aseguraba Elliott Erwitt: “toda la técnica del mundo no compensa la incapacidad de percibir”.
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En ocasiones la mejor propuesta es fijar la mirada en un azul infinito y alejarme del día a día. Huir de las mezquindades, incluidas las supuestas bondades de lo habitual, de los desasosiegos y esperanzas, también de las obligaciones autoimpuestas esas que socialmente están bien vistas, des sus defensores, de lo tóxico, confuso y maquiavélico que se esconde retorcidamente entre los pliegues de la vida. Mirar al infinito y ver el mar lejos.
Nueva página en blanco del fotodiario. Escribo a partir de alguna nota tomada en cualquier libreta que suelo llevar casi siempre, porque nunca sabes dónde puede saltar esa idea que vale la pena trasladar al papel, y aunque el móvil perfectamente puede cumplir la función y alguna que otra más, me encuentro más cómodo escribiendo, tengo la sensación que así fijo el recuerdo claramente. Hacía tiempo que no nos veíamos y coincidir un buen grupo de amigos, de esos con los que compartes aventuras, también fotográficas, es lo más parecido a un gran acontecimiento digno de anotar. Pequeños pueblos leoneses, tierras de labor y algún que otro palomar medio abandonado, fueron los silenciosos protagonistas de nuestras fotografías, perfectos modelos para retratar con algo en común que les hace merecedores de toda dedicación fotográfica: los infinitos cielos surcados de nubes, silenciosos, eternos, conmovedores.
Allí, en el lugar más escondido de nuestra geografía, encontraremos un espacio dedicado al fútbol. Por encima de cualquier otra afición, tradición o entretenimiento, el fútbol. Y nunca deja de sorprenderme. Aunque prefiero quedarme con el detalle, porque allí entre hierba crecida, barro, campo de tierra y polvo lucen las porterías, desnudas o vestidas de red, siempre esperando el juego con dignidad. En ocasiones se revelan como buenos lugares para fotografiar, si la luz acompaña claro.
Ahora que todavía es invierno y asomo la mirada por la ventana, ahora que solo queda el ocaso en el cielo y las luces de la ciudad iluminan de esa manera tan triste y dramática, ahora es cuando mejor sienta recordar el mar, un puerto, los barcos amarrados, incluso el sonido de las gaviotas que llega desde tan lejos, del interior de los recuerdos. La fotografía ayuda, claro, editarlas tiempo después es toda una terapia, una especie de tratamiento anti estrés, mi particular momento de meditación. Casi siento el aire de mar.