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Disfruto buscando ese “algo” que permita contemplar la escena desde una nueva perspectiva.
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Somos y nos comportamos como una inmensa red neuronal tanto social como individualmente. Todo está interconectado y la información se desplaza y nos alcanza a la velocidad de la luz. Si estamos enfermos todo se altera, basta con una dolencia sin demasiado sentido para que nos sintamos desplazados o aislados de esa conexión. Cuando la enfermedad no responde a una lógica surgen las dudas, los miedos y la incertidumbre se apodera del centro neuronal, se hace con el control y dicta sus propias normas al margen de reglas aprendidas y valores acuñados durante nuestra propia vida. Llevo un tiempo que me siento así, desplazado, como aislado de la actividad normal de la vida. Mi cerebro intenta procesarlo con toda la lógica de la que soy capaz, pero se escapa a mi comprensión. Y siento como la enfermedad va controlando el día a día. Adaptarme y entender que hay cosas que escapan a mi control es algo que siempre tengo pendiente de asimilar, y la propia actitud ante esas circunstancias, es decir, cómo reaccionar a ciertas circunstancias vitales, la herramienta que posiblemente me ayude a superar el trance.
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“Quizás ese miedo a la impermanencia explica el ansia con que consumimos los pocos bocados de experiencia pura, en carne viva, que nos ofrece la vida moderna, por qué la violencia es libidinosa, por qué la lujuria nos devora, por qué los soldados eligen no olvidar sus días de horror: nos aferramos a esos momentos extremos en los que parece que morimos y en los que, por el contrario, renacemos… nos vemos empujados, por muy brevemente que sea, a ese presente vital en el que no permanecemos al margen de la vida, sino que somos vida, nuestro ser nos llena… la soledad desaparece en la eternidad”.
Peter Matthiessen
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Si tengo que escapar a alguna parte siempre es la montaña. Aquí cerca de Madrid disfrutamos de nuestra querida sierra de Guadarrama, tan cerca de la ciudad que en ocasiones se vuelve en su contra. Recurro a ella habitualmente para caminar, ascender alguna cumbre o simplemente disfrutar del otoño. Y respirar.
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Saberse superfluo, quizás lo contrario de darse o aparentar importancia. Superfluo y solitario en el medio natural, deambulando sin prisas y sin necesidades impuestas, cruzando rutas y pueblos por el mero hecho de dejarse llevar, sin planificación precisa, sin objetivos definidos, sin que nos aguarden recompensas ambiguas y peligrosas. Alejarnos para encontrarnos con la superflua soledad.
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El amor nos hará libres asegura mi fisioterapeuta. Ella está convencida y me convence con sus razonamientos mientras pelea con mi espalda contracturada. Qué facilidad tienen algunas personas para transmitir paz, lo envidio. Envidio esa manera de evitar el rencor y la rabia arrastrada durante demasiado tiempo. Quizás mis acciones estén limitadas por una visión confusa y oscura de ese camino recorrido. ¿Pero qué derecho tengo a la queja y a la tristeza?, ¿acaso no soy un privilegiado?, ¿tengo derecho a la compasión desde el punto de vista de la concienciación como percepción profunda de mi entorno?. Entre las ramas de aquellos árboles buscaba respuestas.
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Me he dado cuenta que no tengo fotografías del día de los reyes magos. Creo que nunca he fotografiado el tema, igual ni me interesa, aunque no era consciente de ello hasta ahora. Quiero decir que cumplo rigurosamente con la tradición de los regalos, el roscón (sin relleno por favor) y esas cosas. Pero hasta ahí llego. Me gustan los reyes magos de la naturaleza que siempre traen regalos en forma de sensaciones. Con eso me quedo, eso cargo mis alforjas.
La soledad puede ser parte de un viaje, para cada cual será tan placentera o molesta según circunstancias y estados de ánimo, pero, ¿se puede fotografiar?.
Se escapa el tiempo, se desliza impasible pero urgente de entre los dedos. Pasan los días y casi pasa el otoño, bueno tampoco es para tanto, quizás ahora en estas fechas es cuando más se nota su aire húmedo, las temperaturas frescas especialmente por la mañana y los colores de la naturaleza. También en las ciudades, aunque prefiero una naturaleza de verdad en lugar de la burbuja climática que supone una gran ciudad. Me alegra retomar la agenda, las notas guardadas en forma de apuntes fotográficos y este espacio que es el vuestro.
Me resulta complicado expresar que siento cuando camino con la mínima expresión de las necesidades cotidianas dentro de una mochila, un artilugio que por otra parte se convierte en compañera inseparable por su capacidad de transmitir confianza y cierta seguridad. Caminar durante bastantes días seguidos por senderos de largo recorrido es una experiencia emocional. Cheryl Strayed lo resume bastante mejor que yo pueda hacerlo en su libro “Salvaje”:
“… La soledad ya no es un espacio, sino el amplio mundo… Viviendo en libertad de esa manera, sin siquiera un techo sobre mi cabeza, tenía la sensación de que el mundo era a la vez mayor y más pequeño. Hasta entonces no había entendido la inmensidad del mundo, no había comprendido siquiera lo inmenso que podía ser un kilómetro hasta que cada kilómetro fue contemplado a paso de caminante… la extraña relación de intimidad que había llegado a mantener con el sendero”.
Se abren las puertas y salgo siguiendo la trayectoria hasta las escaleras mecánicas. Delante de mí con cierta premura un hombre delgado y pequeño acelera el paso con zancadas demasiado grandes para su tamaño, me fijo en sus pantalones negros con más manchas de las que serían aconsejables lucir. En el exterior hace demasiado sol, sol de un verano largo. Me detengo en el paso de cebra miro los pies y las marcas blancas en el asfalto, se me antojan enormes casi desproporcionadas. La ciudad, el regreso, lo habitual, lo cotidiano, lo innecesario. Y dejo que mi imaginación recorra a gran velocidad los 210 km que separan San Sebastián de Santander caminando por la ruta Norte. Terminamos hace pocos días y volvimos, había que retomar los compromisos laborales y las rutinas diarias. Cruzo el paso de cebra, todo se reinicia.
Os agradezco las visitas y comentarios de estos días en las entradas programadas.
Me siento frente al ordenador, junto al teclado y me doy cuenta que la letra "a" ha perdido parte de su dibujo, su gráfica, lo que le otorga el significado se ha ido borrando con los días, con las entradas en este Fotodiario. Hoy me quedo a contemplar, hoy no voy a escribir nada más.
Insignificantes en comparación con lo que importa. Intrascendentes frente a lo que perdurará. Pasajeros de un vuelo con horario programado. No quiero ni pensarlo, ni tan siquiera pretendo compararme. Soy consciente de nuestros límites, tan concretos, tan claros, que en ocasiones me pregunto cómo es posible que aquellos que dirigen las naves no lo vean certero. O quizás sea por eso mismo, quizás algunos llegaron a la conclusión de un “sálvese quien pueda” hace tiempo, claramente desde una posición ventajosa. Y nos observan, sonríen mientras desprecian la grandeza, porque la mediocridad ya no importa, la mediocridad hace tiempo nos conduce.
Hay quien dice que el invierno no es una buena estación para la fotografía de naturaleza. Es cuestión de gustos, claro, pero yo encuentro momentos interesantes durante el invierno, me atrae su luz y la desnudez del paisaje. Casi siempre procuro subir a la montaña algún día para fotografiar y disfrutar del viento, incluso de la lluvia o de la nieve, tan escasa últimamente. Además los días desapacibles, con la bajada del termómetro es cuando mejor se camina por el monte, son días en los que se siente la soledad y la tranquilidad de un espacio natural que entonces parece infinito.
El encuadre se presentaba claro y certero, tan solo moverse un poco, buscando la mejor ubicación posible, por aquello de redondear la toma. Pero el lugar se prestaba a un buen número de tomas.
Hay lugares, que desde lo alto, se ofrecen como idílicos para vivir. Lejos, a nivel de suelo quedan los problemas, las miserias y las crisis, en lo alto el aire es puro y las vistas procuran esa paz necesaria.
Pues si amig@s, la fotografía me sigue sorprendiendo cada día un poco más. Entre otras cosas, por su capacidad para describir situaciones y narrar experiencias a todo aquel que, por un momento, detiene su tiempo frente a una instantánea. Transmitir lo vivido sin palabras, pero con sensaciones. El color, la tonalidad, el claro oscuro, la fuerza o delicadeza de una imagen tienen esa capacidad evocadora. Y esto siempre es emocionante, es como vivir la fotografía como si fuera la primera vez.
Un camino por descubrir, quizás nos adentre en lugares desconocidos, siempre sugerente, estimulantes para los sentidos. El bosque como pura metáfora del transcurrir diario, de las necesarias decisiones a valorar y afrontar continuamente. La naturaleza como algo muy cercano al ser humano, de la cual formamos parte. Incluso en las ciudades más ruidosas y congestionadas, necesitamos pasear por un parque o pararnos a mirar cómo mueve el aire las ramas de un árbol.
Nos movemos por señales, o mas bien gracias a ellas. Hay señales que son universales, otras dependen de la cultura o el país donde se encuentre el receptor. En algunos casos nos comportamos como receptores involuntarios de esa información, en otros, actuamos guiados por esas instrucciones que captamos de manera inconsciente y actuamos, en demasiadas ocasiones, de forma irreflexiva. Desde el mensaje político vestido de signo, hasta los iconos y mensajes abreviados de las Redes Sociales. Todo pertenece a un complejo conjunto de signos y señales. Y en algunas ocasiones, pocas, nos muestran el camino verdadero.
Qué diferentes entre sí pueden llegar a ser las fotografías con tomas amplias de un paisaje, en el cual se muestre claramente la línea de horizonte. En este caso os invito a navegar visualmente entre planos, y así llegar a la ciudad, desde las alturas que procura la montaña hasta el llano donde dominan las construcciones, los edificios, las calles, las personas… Soy consciente de ello en el momento de fotografiar: la sutil diferencia que apunta la fotografía y la enorme diferencia que habita la realidad.